24.2.11

Oda a la empanada salteña


En ratos de ocio (y de mucha hambre) recordé las maravillosas empanadas salteñas. Esas joyas pequeñitas, esa gloria hecha masa, una combinación perfecta de carne, papa, huevo, ají y magia. Se fríen por docenas, se comen por docenas, se riegan con generoso vino (Torrontés salteño, de preferencia). Son como un copetín y a la vez el plato más rico y generoso, son llenadoras y siempre nos dejan queriendo más.

Son para compartir también, son sinónimo de generosidad, de amistad, de reunión, de charlas, de alegría, una vez más, regadas por el también generoso vino de Salta. Son tan ricas que uno quisiera saber la fórmula, replicarlas, llevárselas a Buenos Aires y compartirlas allá con la familia, los amigos. Pero no. Parte de la magia de las empanadas salteñas es comerlas en Salta, donde tienen ese sabor que jamás se conseguirá en otro lado, porque es el sabor que le dan los artesanos, los que saben, los que me (nos) homenajean con cada docena que sale de la sartén y, sin llegarse a enfriar, vuela de las manos.

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