Se fue el amigo Ezequiel nomás. Paseamos el fin de semana por Salta y le hice de guía. Alcanzamos a ver todo lo que él esperaba ver. Aunque le insistí en hacer algunos recorridos alternativos por la ciudad, no tuve éxito. "Quedará para otra vez", me dijo. Lo único que le quedó pendiente fue ver el clásico de Juventud Antoniana y Central Norte, porque Ramiro se nego a llevar "porteños mufa" a un partido tan importante. Yo, que ya le había mufado un partido, lo entendí. Ezequiel se indignó.
Volví a comer empanaditas a un ritmo de 25 por minuto y mandamos uno que otro torrontés a la bodega, para completar la dieta salteña básica que supe adoptar felizmente. Sacamos fotos, hicimos comentarios de turista del estilo "en Buenos Aires esto no se consigue" o "Lo que le faltaría a Salta es...".
Quizá esto de andar "turisteando" fue lo que me decidió a ir para Iruya el jueves. Necesito un poco de tranquilidad absoluta, de pasear por algún paisaje más solitario, desolado, en la altura de los cerros con el ruido del vientito en las orejas. Como en Cachi o San Antonio de los Cobres, un poco de paz en las alturas.
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